lunes, 15 de diciembre de 2014

Canción Sin Nombre


La Fuente Bethesda en la plaza del mismo nombre situada en Central Park, de la ciudad de Nueva York, parecía nueva recién lavada por la lluvia estival. La tarde caía lentamente y por un hueco entre las nubes, los últimos rayos de Sol de aquel día se despedían sin prisa en las copas de los arboles. Lugar de recreo para familias enteras y cruce obligatorio para tantos que al salir de sus ocupaciones procuraban un taxi,  vendedores ambulantes que pregonaban globos, flores y algodones de azúcar, parejas jóvenes de novios que tomados de la mano hacían de una banca metálica  el recoveco para sus besos y susurros ante la vigilante mirada del Policía de turno que macana en mano, como en las películas cursis, no les quitaba la vista, ya fuera por cumplir con el bando de buenas costumbres o simple morbo. Sentado en uno de los jardines, un hombre entrado en años, con la melena de canas cayéndole sobre el rostro, alegremente canturreaba mientras restregaba con un improvisado cepillo de césped, unos sucios botines de cuero pletóricos de fango. La piel de su cara estaba enrojecida, ajada por la insolación; llevaba la barba de muchos días. Un suéter gris raído, debajo una camisa negra, un pantalón de pana carcomido y remendado;  el calzado que aseaba  y una gabardina polvorienta que aguardaba colgada en la rama de un árbol eran todo su atavío. Nadie sabía cuánto tiempo  llevaba en Central Park, ni mucho menos su nombre, ni de donde había llegado. Era prácticamente invisible para todos.  

A quien podía importarle un pobre diablo maltrecho y sucio. Teniendo toda la apariencia de un limosnero jamás se lo había mirado mendigar un solo centavo.  Su fuerte constitución física delataba que alimento no le faltaba, ni cigarrillos, ni licor. Le sobraba. Cuando la diminuta anciana vendedora de flores no agotaba sus rosas, siempre recibía un par de monedas de él. En la plaza había personajes de diario,  siluetas pasajeras; pero el único de fijo era el indigente y las palomas. Con ellas también era compartido, de diario las alimentaba con semilla de arroz ante el disgusto del Departamento de Estatuas y Monumentos que no se daban abasto a limpiar bustos ilustres,  lábaros sagrados, cañones pavorosos, Carruajes majestuosos, briosos corceles, laureles gloriosos, todos llenos de guano de paloma. Algún imbécil del Ayuntamiento concibió el control de la población de las aves, mediante una mezcla de cianuro y alimento para pichones, estrategia que fracaso rotundamente. Las costumbres jugaban un papel muy importante, aún en  los seres más aparentemente insignificantes. 

Una de tantas tardes, nuestro vagabundo se coloco de espaldas a la fuente principal de la plaza y muy solemnemente saco de entre sus ropas una brillante moneda de cuarto de dólar y al tiempo que formulaba una petición en voz alta la lanzó hacia atrás –quiero una botella de ron, unos cigarrillos Tigre y una bufanda de estambre-; quienes habían mirado el extraño ejercicio sonrieron, unos quedaron atónitos y los más se burlaron a carcajadas. Con la misma seriedad con que arrojó la moneda se alejó marchando y manoteando tal un capitán de un ejército imaginario, perdiéndose alegremente entre el gentío. No bien acababan algunos de los testigos de parar de reírse  el anciano indigente volvía botella en mano, cigarrillo encendido en la boca y con una bufanda alrededor del cuello, se le veía contento, alegre canturreaba su canción sin nombre; eligió una banca rota para dedicarse a rendir culto al Dios Baco.  No fue de súbito, pero a partir de esa tarde el rumor corrió como reguero de pólvora extendiéndose hasta los rincones más recónditos de la gran ciudad.  

Un pequeño grupo de personas comenzaron quizás por curiosidad a imitar el ritual de lanzar una moneda a la fuente. Toda índole de deseos se dejaron escuchar: Un auto nuevo pidió uno, un mejor empleo suplicó una chica con cara de intelectual, el regreso del hijo ausente musitó una barrendera, un matrimonio de cuarentones pidió la llegada del bebe tan anhelado; la libertad de un preso político sollozó una abuela de apariencia tierna, la aprobación de un examen, solicitó un chico con gruesos libros de Física Cuántica bajo el brazo, comprar el boleto ganador de la lotería, dejar de fumar, encontrar el amor, la resurrección de un gato, sanar del cáncer, conocer la Muralla China, caminar por una calle de chocolate; la cascada de deseos no paraban. Jóvenes, niños, ancianos, vendedores, una secretaria, un sacerdote, el policía, un veterano de guerra con ambas piernas amputadas; un mimo al que todos esperaban mirar como elaboraría su deseo; una monja embarazada, un corredor de Bolsa, una mujer de la vida galante, un chico huérfano, un musulmán ilegal, un predicador, un actor de Hollywood con el semblante sombrío y hasta el alcalde arrojaron su moneda y pidieron con un intenso brillo en la mirada su deseo. La viejecita vendedora de rosas, fue la última de la fila. 

Al caer la noche cuando todos se habían marchado con una ilusión en el corazón, al interior de la Fuente Bethesda, monedas de todas las denominaciones destellaban como estrellas al alcance de su mano temblorosa, una pícara sonrisa se dibujo en su rostro, el viejo  no se daba abasto a llenarse las bolsas del pantalón. 

Así fueron sucediéndose los días, poco a poco y en proporción exacta al furor que causo el rumor de la fuente de los deseos, los habitantes volvieron a su rutina habitual de trabajo,  ruido y tráfico vehicular y sobre todo,  a vivir de prisa.  El verano se fue, el otoño llegó sin pena ni gloria. La nieve decembrina mostro el alma de los árboles, y aquellos que habían formado parte del ardid del vagabundo, sentían como su corazón se acurrucaba temeroso en sus adentros. El ulular de ambulancias unido al zurear de las palomas, mezclado con el sonido de miles de autos conformo un grito desgarrador, una sinfonía desesperada que recorrió  toda Manhattan, pasando por el Triangulo Debajo de Canal Street, el Barrio Harlem;  en el Centro Rockefeller se hicieron añicos cientos de cristales; el eco reboto en el Empire State, cruzo la Catedral de San Patricio a todo lo largo, su órgano centenario,  sin intervención humana, comenzó a ejecutar los primeros acordes de Tocata y Fuga en Re Menor de Bach; el espectacular Times Square experimentó un apagón súbito, la Pequeña Italia al igual que el Barrio Chino fueron sacudidos por un temblor;  el Puente de Brooklyn se estremeció y el viejo estadio de los Yankees se derrumbó sin usar dinamita. El doloroso estruendo finalizó su recorrido en Battery Park donde un ferry  anclado en el muelle  para visitar la Estatua de la Libertad se hundió silenciosa y extrañamente. Ese alarido desgarrador, esa jauría de deseos no era otra cosa que New York  preguntando por Harry. 

La primera mañana de julio, un  año después de lo sucedido, de un lujoso auto descendía un personaje elegantemente vestido con traje de corte inglés, zapatos italianos de charol, calcetas de seda, camisa de satín negra, el cabello canoso recogido en una coleta, minuciosamente afeitado, con la cara refrescada por caras lociones; apoyándose en  un bastón de roble con empuñadura de plata en forma de garra de león.  El chofer de un enorme camión se abría paso con el claxon entre los taxis amarillos que obstaculizaban sus maniobras. Los vendedores fueron los primeros en reconocerlo; el viejo policía se quedo boquiabierto al saber quien había regresado. El rostro marchito de la viejecita vendedora de rosas se ilumino, de sus ojos tristes brotaron sinceras lagrimas de felicidad. El vagabundo volvía, y volvía a cumplir deseos. Del compartimento de carga  fueron bajando todo tipo de artefactos, instrumentos y artilugios. Un par de piernas ortopédicas, equipos de cómputo, bicicletas, juguetes inéditos, un gato en su transportador, un coche nuevo y en una maleta de piel, la secretaría de Harry empezó a revisar que fueran ordenados el plan médico para inseminación artificial, la amnistía para un preso político, la póliza de internamiento para tratar el cáncer, una pintura de Picasso, la documentación completa con pasaporte incluido de un viaje pagado a China, inscripciones a Universidades, planes de jubilación provechosos, un jarrón irlandés, las escrituras de una cabaña en los Alpes franceses y el certificado de naturalización para un extranjero.  

Harry busco entre todo el mar de gente a la anciana vendedora de rosas, la encontró sentada en la fuente la tomo dulcemente de las manos, ella coloco sus manos en el rostro del otrora vagabundo  y le dijo bajito al oído –mi deseo se ha cumplido, pedí que no necesitarás nunca más vagar y dormir en las calles, que fueras inmensamente feliz; y que dejaras de fumar-.  Le beso la frente antes de agradecerle su bello deseo y reconocerle que ella poseía un corazón tan grande como Central Park, porque había sacrificado su deseo por el de alguien más.   

Harry le dijo a ella, mi deseo es este:  que vivas en mi casa por el resto de tus días, que todas las mañanas seas despertada por el canto de mil Ruiseñores, se erija una fuente de mármol con tu nombre rodeada de las flores más raras que hayan en el mundo entero. Que tu mesa sea la mía, que mis besos sequen tu llanto y tu corazón encuentre descanso en la ternura de la tranquilidad y mi canción sin nombre lleve tu nombre.   

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